Es una casa muy grande y muy vacía. No sé qué hago en ella, pero la exploro como
si fuera a alquilarla, como si estuviera por mudarme. Al principio es una casa
espaciosa, ya es una quinta. Y no estoy solo: hay más gente que la recorre.
Pero de a poco el silencio la oscurece. Hay algo que está mal en esta casa. Y ya
no hay nadie alrededor mío para comentarlo.
Salgo al jardín. Hay una pileta un poco abandonada y un
arroyo medio mugriento un poco más allá. Voy hasta él y camino sobre su costa,
me alejo de la casa. Del otro lado del arroyo, un hombre camina por un sendero de tierra entre pastos
altos. Le hago señas como para hablar y camino hacia él, hacia un lugar en que
el arroyo nos deja arrimarnos. El hombre
se acerca, pero ya no es un hombre sino un caballo muy flacucho que cruza al
tranco el arroyo. A medida que se acerca se va achicando. Me saluda y no me
parece extraño; ya tiene más o menos mi estatura. Es un caballo sarnoso, ahora.
No recuerdo mis palabras –no tengo palabras en el sueño– pero le consulto algo
sobre la casa. Qué pasa en esa casa, pregunto sin preguntar. Los dos la miramos
de lejos, pero él no dice nada. Y no sólo no dice nada sino que ahora es un
perro sarnoso y flaco que se tira al arroyo y se va nadando.
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