sábado, 2 de abril de 2016

palabracallada

Es una casa muy grande y muy vacía.  No sé qué hago en ella, pero la exploro como si fuera a alquilarla, como si estuviera por mudarme. Al principio es una casa espaciosa, ya es una quinta. Y no estoy solo: hay más gente que la recorre. Pero de a poco el silencio la oscurece. Hay algo que está mal en esta casa. Y ya no hay nadie alrededor mío para comentarlo.

Salgo al jardín. Hay una pileta un poco abandonada y un arroyo medio mugriento un poco más allá. Voy hasta él y camino sobre su costa, me alejo de la casa. Del otro lado del arroyo, un hombre  camina por un sendero de tierra entre pastos altos. Le hago señas como para hablar y camino hacia él, hacia un lugar en que el arroyo nos deja arrimarnos.  El hombre se acerca, pero ya no es un hombre sino un caballo muy flacucho que cruza al tranco el arroyo. A medida que se acerca se va achicando. Me saluda y no me parece extraño; ya tiene más o menos mi estatura. Es un caballo sarnoso, ahora. No recuerdo mis palabras –no tengo palabras en el sueño– pero le consulto algo sobre la casa. Qué pasa en esa casa, pregunto sin preguntar. Los dos la miramos de lejos, pero él no dice nada. Y no sólo no dice nada sino que ahora es un perro sarnoso y flaco que se tira al arroyo y se va nadando.

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