PUBLICADO EN EL DIARIO CRÍTICA
26.11.2008
Es un oasis de 400 hectáreas de labranza enclavadas entre el Polo Petroquímico Dock Sud y la costa del Río de la Plata. Allí, acorralado por la jungla de cemento, subsiste un raro paisaje de agricultores, descendientes de los genoveses llegados en el siglo XIX. La zona, hoy casi olvidada, fue el centro de abastecimiento más importante de Buenos Aires. Cómo sobrevive la agricultura familiar entre los estragos de la polución y un entorno hostil.
De pie en medio de un monte que cualquier desprevenido llamaría virgen, difícilmente algún paseante podría imaginar que a unas diez cuadras de ese verde que invade cielo y tierra se encuentra la avenida Mitre, arteria particularmente caótica de Avellaneda que descarga buena parte del tránsito de la zona sur del Gran Buenos Aires. Y, sin embargo, ese monte no es virgen: adentrándose por senderos de tierra viboreantes se descubre el paciente trabajo de agricultores que convirtieron ese territorio anegadizo en campo cultivable. Todavía hoy quedan unas diez quintas produciendo frutas, hortalizas y vino de la costa, a diez o quince minutos del Obelisco.
En esas 400 hectáreas de paisaje agreste, clavadas en el corazón del monstruo urbano –característica inusual en el mundo para una ciudad de las dimensiones de Buenos Aires–, hubo un tiempo que fue hermoso en el que vivían unas 150 familias. Cada una de esas familias tenía una media de 10 integrantes, más los peones que vivían con ellas. Eran genoveses o hijos de, y se dedicaban a trabajar la tierra, plantar y cosechar peras, duraznos, tomates y vides. Los que los conocen los llaman los quinteros de la costa de Sarandí. O así los llamaban los habitantes de la zona sur que venían a comprar vino patero y hortalizas, embutidos o frutas.
Fue pasando el tiempo. La contaminación de las aguas de riego, el asedio del asfalto y el declive de la producción agrícola en un contexto cultural urbano determinaron su lenta decadencia, aunque no su desaparición. Quizá lo mejor esté por venir: en la resistencia de un puñado de herederos de los pioneros puede estar el embrión del renacimiento de la zona.
DE CUNA GENOVESA. Los inmigrantes genoveses se asentaron en estas tierras costeras, entre los arroyos Sarandí y Santo Domingo, a fines del siglo XIX. “La zona forma parte del ecosistema de la selva marginal costera del Paraná-Plata –explica el antropólogo Mario Rabey, presidente del Instituto de Políticas Públicas que trabaja en la zona–. Actualmente, el paisaje es el producto de la transformación agrícola por parte de inmigrantes que trajeron sus conocimientos y prácticas campesinas, con las cuales organizaron un sofisticado y original sistema de canales para riego y navegación.”
Se trató de prácticas y tecnologías importadas “de contrabando”, de la cultura que los genoveses traían consigo, que permitió el establecimiento de pequeñas fincas agrícolas campesinas periurbanas. Inicialmente alquilaban la tierra pero, en un proceso muy heterogéneo, fueron comprando la propiedad, manteniendo siempre un espíritu cooperativista que guardaba cierta equidad en la distribución: no había fincas mucho más grandes que la media.
Este casi desconocido centro de producción fue durante décadas del siglo pasado una de las fuentes principales de aprovisionamiento hortícola para la ciudad de Buenos Aires; los clientes iban desde el Mercado de Abasto (hoy shopping y escenario de peleas entre floggers y emos) hasta las cantinas de la Boca, pasando por restaurantes de toda la capital. Hay registros que indican que, en los años 50, la zona producía unos dos millones de litros de vino y casi un millón de cajones de tomate por año. Las quintas tuvieron su momento de máximo desarrollo en 1945, aunque hasta entrados los años 80 era muy común para los vecinos de Avellaneda, Quilmes y Lanús venir a comprar vino.
Nélida es habitante de la zona, hija de uno de los pioneros. Coqueta, no quiere revelar la edad. No tiene que pensar mucho cuando se le pregunta por los viejos tiempos: enumera casi de memoria las tareas cotidianas que realizaba junto a sus hermanos unos 50 años atrás, cuando salían de la escuela.
–Juntábamos los duraznos, las ciruelas y las peras, y las vendíamos. Matábamos el chancho y hacíamos los chorizos, y mi papá los guardaba en grasa para que no se pudrieran. Yo me tiraba arriba de la cabeza del chancho, todos me venían a buscar porque era baqueana para eso: le tenía la cabeza al chancho, mientras el otro lo degollaba y le sacaba la sangre.
ANFIBIOS. Hoy viven en la zona unas 200 personas. Aunque toda su vida fue vecina de Parque Centenario, en Caballito, Viviana se fue a vivir a estos territorios para conjugar la vida en la quinta con su trabajo formal como docente. Viviana es integrante de la Unión Vecinal de la zona y cuenta que cada vez que tiene que explicar dónde vive, el trámite se vuelve un lío.
–Si alguien me tiene que venir a visitar, le digo que me espere en la entrada, porque explicar cómo llegar por las calles internas parece muy complicado para quien no vive acá.
La zona de las quintas no se parece a ninguna cosa ubicada a 20 kilómetros alrededor. No es un ambiente urbano aunque esté en medio de la urbe. No es comparable con la tristemente célebre Villa Inflamable, que está al norte, del otro lado del arroyo Sarandí, ni con los asentamientos, barrios obreros o de clase media que rodean la zona. Basta acercarse con Google Earth a esa porción verde al sur de la Capital para entender por qué este lugar en el mundo tira tanto para sus pobladores: ni hacinamiento, ni casas construidas de apuro, ni tránsito enloquecido, ni suciedad.
Marcelo, habitante e hijo de uno de los fundadores del lugar, es uno de los que se resiste a abandonar la tarea agrícola:
–El año pasado estuve trabajando la tierra, pero si uno hace el cálculo, resulta que el precio que se le puede sacar no alcanza a cubrir el trabajo y la inversión que se hizo durante el año.
Los pequeños productores no las tienen todas consigo. Los números de Marcelo cantan: “El kilo de semillas de radicheta cuesta 40 pesos. Y rinde unos 10 cajones, por los que se paga 4 pesos cada uno. Empate. Es cierto que la radicheta te permite un segundo corte. Una vez que se cortó, se puede dejar crecer otra vez, sin volver a sembrar. Pero, claro, no es tan grande y por lo tanto, no rinde lo mismo”. Es decir que todo el trabajo se hace por la diferencia que se le saca al segundo corte. No parece un negoción.
–Y el tema del riego, en verano, es difícil –agrega Marcelo–. A veces hay que echarles agua tres veces por día, y regar un cantero te puede llevar una hora. Un cantero chico te lleva 10 kilos de semillas y te produce 100 cajones.
LO PRIMERO ES LA FAMILIA. Por su parte, Claudia Palioff, responsable de Comunicación del Centro de Investigación para la Pequeña Agricultura Familiar que funciona en el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), agrega otro punto de discusión: “La lógica de la agricultura familiar es distinta de lo que sucede con las grandes empresas agrícolas: los pequeños productores no se mueven con el criterio de la rentabilidad máxima al menor costo, porque ser agricultores es un modo de vida. Los pequeños productores familiares viven donde producen, la propia familia es la mano de obra principal. Suelen generar diversidad de producciones porque en primera instancia lo utilizan para consumo personal, y el excedente, lo comercializan”.
Es precisamente ese acceso a los mercados el que está virtualmente vedado para los quinteros de la zona. Pero eso no alcanza para que abandonen lo que es un modo de vida y una identidad. Según Palioff, “los agricultores familiares son productores de alimentos, abastecen no sólo las mesas propias, sino las urbanas también. Muchos tienen problemas para comercializar lo que producen, pero se necesitan políticas diferenciadas para este sector. También la falta de agua, caminos, y la designación de tierras son parte de los problemas que padecen, aunque esto no les impide producir; sino que lo hacen en condiciones desfavorables, muchas veces, deshumanizadas”.
Uno de los principales ejes del proyecto que impulsa el Instituto de Políticas Públicas tiene que ver con el fortalecimiento institucional local.
–Es necesaria una fuerte articulación con el Estado –explica el antropólogo Rabey–, pero si las instituciones locales no son fuertes, esa articulación con el Estado es desigual, y lo que se necesita es que haya mucha participación de la sociedad civil en la planificación de los proyectos para la zona.
La Unión Vecinal es el nucleamiento institucional que se rearmó el año pasado. Es heredero de la vieja cooperativa en la que se agruparon originariamente los fundadores y que dejó de funcionar en los 90. “Cada vez es mas difícil –dice Viviana– porque cada vez somos menos y el trabajo es siempre el mismo o mayor.” Mantener despejados los caminos y desagües corre por cuenta de la institución, por ejemplo. “Hubo una época en que había una cuadrilla municipal que dependía de la Unión Vecinal, pero ahora no está más y el esfuerzo de mantenimiento lo hacemos entre todos: incluso, nos tenemos que juntar varios vecinos para despejarle la quinta a alguno que se está poniendo mayor y no puede hacerlo”, agrega Marcelo. El problema no es menor en una zona que tiene un ritmo de crecimiento de la vegetación asombroso. Es que el trabajo de los pioneros fue muy intenso para lograr estos niveles de fertilidad del suelo. Rabey explica: “Los fundadores convirtieron una zona anegadiza, de bañados, en una zona de cultivos en camellones”. Ampliamente conocidos en la agricultura de la América prehispánica, los camellones consisten en la elevación de terraplenes para el cultivo que utilizan a su favor el agua de las inundaciones periódicas, es decir, un sistema de canales que aprovecha los ciclos naturales. “Esto se hizo todo a fuerza de pulmón –comenta Nélida– Los viejos hicieron los canteros y las zanjas a pala. Se murieron todos doblados de la cintura.”
PASADO Y FUTURO. Hubo un intento que estuvo a punto de convertir este pulmón verde del conurbano en un recuerdo: en los años 90 sonó muy fuerte la idea de construir un parque industrial y un mercado de abasto en la zona. Sólo el proyecto del mercado sigue en pie. Pero antes de que vaya a extenderse a las quintas el certificado de defunción anticipado, varios son los actores que salieron a pelear. En primer lugar, los pobladores y su proyecto de construcción de un museo que recopile la memoria oral, escrita y fotográfica de la historia de este pequeño territorio.
“El conocimiento es poder y el legado del paisaje cultural de la zona, su memoria expresada en elementos físicos, como un museo de la memoria social y cultural y del manejo ambiental son puntos para el fortalecimiento institucional”, sostiene Rabey.
El futuro de la zona no es promisorio, pero tampoco es tan incierto como unos años atrás. Los habitantes están descubriendo su propia fuerza. Viviana, otra vez, da cuenta de la sorprendente tenacidad local: “La vez pasada juntamos a todos los vecinos en la escuela –una entidad centenaria, enclavada en el medio de las 400 hectáreas verdes– y nos dimos cuenta de que hay como 50 chicos, hijos de los vecinos. No teníamos registrado que hubiera tanta juventud viviendo en las quintas”.
El proceso de industrialización iniciado en la década del 40 fue el primer gran golpe que recibió el ecosistema de la costa de Sarandí: la degradación del Río de la Plata determinó el deterioro de las aguas con que los pobladores regaban los cultivos. Pero hoy lo realmente peligroso son los dos arroyos que representan el límite norte y sur de la zona de quintas. Los arroyos Santo Domingo y Sarandí arrastran contaminación de varios partidos bonaerenses y el caldo que llevan y desemboca en el Río de la Plata es una mezcla escabrosa de residuos líquidos de curtiembres, industrias metalúrgicas, textiles y químicas. Otro dato que no es menor: la cercanía del Polo Petroquímico Dock Sud, con su Villa Inflamable y su peligro latente. El tercer golpe a la región es cultural: en la segunda mitad del siglo XX, Avellaneda, barrio industrial por excelencia, sedujo con un salario fijo, vacaciones pagas, aguinaldo y obra social a muchos de los hijos de los genoveses, que nunca volvieron a trabajar la tierra aún cuando el modelo de sustitución de importaciones empezó a declinar y el fantasma de desempleo asomaba la nariz.
26.11.2008
Es un oasis de 400 hectáreas de labranza enclavadas entre el Polo Petroquímico Dock Sud y la costa del Río de la Plata. Allí, acorralado por la jungla de cemento, subsiste un raro paisaje de agricultores, descendientes de los genoveses llegados en el siglo XIX. La zona, hoy casi olvidada, fue el centro de abastecimiento más importante de Buenos Aires. Cómo sobrevive la agricultura familiar entre los estragos de la polución y un entorno hostil.
De pie en medio de un monte que cualquier desprevenido llamaría virgen, difícilmente algún paseante podría imaginar que a unas diez cuadras de ese verde que invade cielo y tierra se encuentra la avenida Mitre, arteria particularmente caótica de Avellaneda que descarga buena parte del tránsito de la zona sur del Gran Buenos Aires. Y, sin embargo, ese monte no es virgen: adentrándose por senderos de tierra viboreantes se descubre el paciente trabajo de agricultores que convirtieron ese territorio anegadizo en campo cultivable. Todavía hoy quedan unas diez quintas produciendo frutas, hortalizas y vino de la costa, a diez o quince minutos del Obelisco.
En esas 400 hectáreas de paisaje agreste, clavadas en el corazón del monstruo urbano –característica inusual en el mundo para una ciudad de las dimensiones de Buenos Aires–, hubo un tiempo que fue hermoso en el que vivían unas 150 familias. Cada una de esas familias tenía una media de 10 integrantes, más los peones que vivían con ellas. Eran genoveses o hijos de, y se dedicaban a trabajar la tierra, plantar y cosechar peras, duraznos, tomates y vides. Los que los conocen los llaman los quinteros de la costa de Sarandí. O así los llamaban los habitantes de la zona sur que venían a comprar vino patero y hortalizas, embutidos o frutas.
Fue pasando el tiempo. La contaminación de las aguas de riego, el asedio del asfalto y el declive de la producción agrícola en un contexto cultural urbano determinaron su lenta decadencia, aunque no su desaparición. Quizá lo mejor esté por venir: en la resistencia de un puñado de herederos de los pioneros puede estar el embrión del renacimiento de la zona.
DE CUNA GENOVESA. Los inmigrantes genoveses se asentaron en estas tierras costeras, entre los arroyos Sarandí y Santo Domingo, a fines del siglo XIX. “La zona forma parte del ecosistema de la selva marginal costera del Paraná-Plata –explica el antropólogo Mario Rabey, presidente del Instituto de Políticas Públicas que trabaja en la zona–. Actualmente, el paisaje es el producto de la transformación agrícola por parte de inmigrantes que trajeron sus conocimientos y prácticas campesinas, con las cuales organizaron un sofisticado y original sistema de canales para riego y navegación.”
Se trató de prácticas y tecnologías importadas “de contrabando”, de la cultura que los genoveses traían consigo, que permitió el establecimiento de pequeñas fincas agrícolas campesinas periurbanas. Inicialmente alquilaban la tierra pero, en un proceso muy heterogéneo, fueron comprando la propiedad, manteniendo siempre un espíritu cooperativista que guardaba cierta equidad en la distribución: no había fincas mucho más grandes que la media.
Este casi desconocido centro de producción fue durante décadas del siglo pasado una de las fuentes principales de aprovisionamiento hortícola para la ciudad de Buenos Aires; los clientes iban desde el Mercado de Abasto (hoy shopping y escenario de peleas entre floggers y emos) hasta las cantinas de la Boca, pasando por restaurantes de toda la capital. Hay registros que indican que, en los años 50, la zona producía unos dos millones de litros de vino y casi un millón de cajones de tomate por año. Las quintas tuvieron su momento de máximo desarrollo en 1945, aunque hasta entrados los años 80 era muy común para los vecinos de Avellaneda, Quilmes y Lanús venir a comprar vino.
Nélida es habitante de la zona, hija de uno de los pioneros. Coqueta, no quiere revelar la edad. No tiene que pensar mucho cuando se le pregunta por los viejos tiempos: enumera casi de memoria las tareas cotidianas que realizaba junto a sus hermanos unos 50 años atrás, cuando salían de la escuela.
–Juntábamos los duraznos, las ciruelas y las peras, y las vendíamos. Matábamos el chancho y hacíamos los chorizos, y mi papá los guardaba en grasa para que no se pudrieran. Yo me tiraba arriba de la cabeza del chancho, todos me venían a buscar porque era baqueana para eso: le tenía la cabeza al chancho, mientras el otro lo degollaba y le sacaba la sangre.
ANFIBIOS. Hoy viven en la zona unas 200 personas. Aunque toda su vida fue vecina de Parque Centenario, en Caballito, Viviana se fue a vivir a estos territorios para conjugar la vida en la quinta con su trabajo formal como docente. Viviana es integrante de la Unión Vecinal de la zona y cuenta que cada vez que tiene que explicar dónde vive, el trámite se vuelve un lío.
–Si alguien me tiene que venir a visitar, le digo que me espere en la entrada, porque explicar cómo llegar por las calles internas parece muy complicado para quien no vive acá.
La zona de las quintas no se parece a ninguna cosa ubicada a 20 kilómetros alrededor. No es un ambiente urbano aunque esté en medio de la urbe. No es comparable con la tristemente célebre Villa Inflamable, que está al norte, del otro lado del arroyo Sarandí, ni con los asentamientos, barrios obreros o de clase media que rodean la zona. Basta acercarse con Google Earth a esa porción verde al sur de la Capital para entender por qué este lugar en el mundo tira tanto para sus pobladores: ni hacinamiento, ni casas construidas de apuro, ni tránsito enloquecido, ni suciedad.
Marcelo, habitante e hijo de uno de los fundadores del lugar, es uno de los que se resiste a abandonar la tarea agrícola:
–El año pasado estuve trabajando la tierra, pero si uno hace el cálculo, resulta que el precio que se le puede sacar no alcanza a cubrir el trabajo y la inversión que se hizo durante el año.
Los pequeños productores no las tienen todas consigo. Los números de Marcelo cantan: “El kilo de semillas de radicheta cuesta 40 pesos. Y rinde unos 10 cajones, por los que se paga 4 pesos cada uno. Empate. Es cierto que la radicheta te permite un segundo corte. Una vez que se cortó, se puede dejar crecer otra vez, sin volver a sembrar. Pero, claro, no es tan grande y por lo tanto, no rinde lo mismo”. Es decir que todo el trabajo se hace por la diferencia que se le saca al segundo corte. No parece un negoción.
–Y el tema del riego, en verano, es difícil –agrega Marcelo–. A veces hay que echarles agua tres veces por día, y regar un cantero te puede llevar una hora. Un cantero chico te lleva 10 kilos de semillas y te produce 100 cajones.
LO PRIMERO ES LA FAMILIA. Por su parte, Claudia Palioff, responsable de Comunicación del Centro de Investigación para la Pequeña Agricultura Familiar que funciona en el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), agrega otro punto de discusión: “La lógica de la agricultura familiar es distinta de lo que sucede con las grandes empresas agrícolas: los pequeños productores no se mueven con el criterio de la rentabilidad máxima al menor costo, porque ser agricultores es un modo de vida. Los pequeños productores familiares viven donde producen, la propia familia es la mano de obra principal. Suelen generar diversidad de producciones porque en primera instancia lo utilizan para consumo personal, y el excedente, lo comercializan”.
Es precisamente ese acceso a los mercados el que está virtualmente vedado para los quinteros de la zona. Pero eso no alcanza para que abandonen lo que es un modo de vida y una identidad. Según Palioff, “los agricultores familiares son productores de alimentos, abastecen no sólo las mesas propias, sino las urbanas también. Muchos tienen problemas para comercializar lo que producen, pero se necesitan políticas diferenciadas para este sector. También la falta de agua, caminos, y la designación de tierras son parte de los problemas que padecen, aunque esto no les impide producir; sino que lo hacen en condiciones desfavorables, muchas veces, deshumanizadas”.
Uno de los principales ejes del proyecto que impulsa el Instituto de Políticas Públicas tiene que ver con el fortalecimiento institucional local.
–Es necesaria una fuerte articulación con el Estado –explica el antropólogo Rabey–, pero si las instituciones locales no son fuertes, esa articulación con el Estado es desigual, y lo que se necesita es que haya mucha participación de la sociedad civil en la planificación de los proyectos para la zona.
La Unión Vecinal es el nucleamiento institucional que se rearmó el año pasado. Es heredero de la vieja cooperativa en la que se agruparon originariamente los fundadores y que dejó de funcionar en los 90. “Cada vez es mas difícil –dice Viviana– porque cada vez somos menos y el trabajo es siempre el mismo o mayor.” Mantener despejados los caminos y desagües corre por cuenta de la institución, por ejemplo. “Hubo una época en que había una cuadrilla municipal que dependía de la Unión Vecinal, pero ahora no está más y el esfuerzo de mantenimiento lo hacemos entre todos: incluso, nos tenemos que juntar varios vecinos para despejarle la quinta a alguno que se está poniendo mayor y no puede hacerlo”, agrega Marcelo. El problema no es menor en una zona que tiene un ritmo de crecimiento de la vegetación asombroso. Es que el trabajo de los pioneros fue muy intenso para lograr estos niveles de fertilidad del suelo. Rabey explica: “Los fundadores convirtieron una zona anegadiza, de bañados, en una zona de cultivos en camellones”. Ampliamente conocidos en la agricultura de la América prehispánica, los camellones consisten en la elevación de terraplenes para el cultivo que utilizan a su favor el agua de las inundaciones periódicas, es decir, un sistema de canales que aprovecha los ciclos naturales. “Esto se hizo todo a fuerza de pulmón –comenta Nélida– Los viejos hicieron los canteros y las zanjas a pala. Se murieron todos doblados de la cintura.”
PASADO Y FUTURO. Hubo un intento que estuvo a punto de convertir este pulmón verde del conurbano en un recuerdo: en los años 90 sonó muy fuerte la idea de construir un parque industrial y un mercado de abasto en la zona. Sólo el proyecto del mercado sigue en pie. Pero antes de que vaya a extenderse a las quintas el certificado de defunción anticipado, varios son los actores que salieron a pelear. En primer lugar, los pobladores y su proyecto de construcción de un museo que recopile la memoria oral, escrita y fotográfica de la historia de este pequeño territorio.
“El conocimiento es poder y el legado del paisaje cultural de la zona, su memoria expresada en elementos físicos, como un museo de la memoria social y cultural y del manejo ambiental son puntos para el fortalecimiento institucional”, sostiene Rabey.
El futuro de la zona no es promisorio, pero tampoco es tan incierto como unos años atrás. Los habitantes están descubriendo su propia fuerza. Viviana, otra vez, da cuenta de la sorprendente tenacidad local: “La vez pasada juntamos a todos los vecinos en la escuela –una entidad centenaria, enclavada en el medio de las 400 hectáreas verdes– y nos dimos cuenta de que hay como 50 chicos, hijos de los vecinos. No teníamos registrado que hubiera tanta juventud viviendo en las quintas”.
Recuadro: Tres golpes casi de knock out
El proceso de industrialización iniciado en la década del 40 fue el primer gran golpe que recibió el ecosistema de la costa de Sarandí: la degradación del Río de la Plata determinó el deterioro de las aguas con que los pobladores regaban los cultivos. Pero hoy lo realmente peligroso son los dos arroyos que representan el límite norte y sur de la zona de quintas. Los arroyos Santo Domingo y Sarandí arrastran contaminación de varios partidos bonaerenses y el caldo que llevan y desemboca en el Río de la Plata es una mezcla escabrosa de residuos líquidos de curtiembres, industrias metalúrgicas, textiles y químicas. Otro dato que no es menor: la cercanía del Polo Petroquímico Dock Sud, con su Villa Inflamable y su peligro latente. El tercer golpe a la región es cultural: en la segunda mitad del siglo XX, Avellaneda, barrio industrial por excelencia, sedujo con un salario fijo, vacaciones pagas, aguinaldo y obra social a muchos de los hijos de los genoveses, que nunca volvieron a trabajar la tierra aún cuando el modelo de sustitución de importaciones empezó a declinar y el fantasma de desempleo asomaba la nariz.
muy buen material, -material como se decía en las viejas redacciones- sobre temas que vengo siguiendo. Abrazo grande vengo de los pagos del Horacio
ResponderEliminarPara mí cada zona rural enclabada en un desierto urbano es un oasis. Más que los parques nacionales y las alamedas bardeadas, ahí, donde la comunidad mantiene el paisaje verde, y viceversa.
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