I
La muerte no está en los planes de nadie.
Pero la muerte es
una certeza,
la única. Una forma de la fe.
Estar muerto debe ser como estar
no nacido
aún.
Nadie quiere que su cuerpo caiga
dos mil metros
entre cerros verdes
rojos, marrones, callados, madres . Y azules.
Porque cuando cabalgás con otros hablás de las cosas que les pasan a los cuerpos.
Aquél está descompuesto aquella se cayó del caballo, hay agua, no hay agua, va a llover, ojalá que no haga frío.
Y mirá ese cielo.
II
La montaña no tiene colores flúo. No es pop. Mi cuerpo tampoco. Los colores de la tierra y de la sangre son intensos sin brillar y no tienen bordes.
Busco mis bordes. Los de mi cuerpo.
Los guanacos le trazan rombos raros a la ladera.
III
Ahora estoy en el punto de llegada, que es el mismo de la partida.
Estamos descargando los bolsos de las mulas cargueras y cargándolos en las chatas cargueras. Es el momento de los abrazos: los cuerpos de todos nosotros cruzaron los Andes. Nuestras almas se abrazan, igual que nuestros ojos. Hicimos algo juntos. Nuestras sonrisas.
Puedo ver el sendero por donde arrancamos seis días atrás, hace mil años. Recién conocía a La Rubia y entonces no podía saber que es una yegua que quiere correr todo el tiempo ni que le molesta tanto retroceder a buscar a alguien más atrás en la fila. Me acuerdo que me preguntaba entonces si me caería. Estaba aprendiendo a mirar los cerros. No sabía que lucharía contra el temor. No sabía un sorete.
IV
Acá no hay vida.
Ni un liquen pegado a estas piedras
a estos kilómetros de piedras azules que
con tal de no moverse
ni conciencia tienen.
Esto no es la Tierra,
acá la vida no es posible.
Como en la mayoría de los planetas.
Le veo la gracia.
V
Los edificios más altos del mundo son gilada al lado de estas montañas. Estoy en la mitad de la cuesta de la Honda, que tiene más de cuatro mil quinientos metros de altura. Ningún rascacielos construido por el hombre tiene más de novecientos. Veo a algunos de mis compañeros en la punta, allá arriba. No los veo, los adivino. Son puntos oscuros, igual que mis compañeros que están abajo, recién arrancando la subida. Una fila de hormigas, allá, en la loma del orto. Y acá y allá una ladera verde y parejita como una alfombra. La escenografía de los Teletubbies pero bajándole zarpado el contraste.
VI
Cabalgo también cuando
consigo dormir
en mi bolsa de dormir.
Me despierto con mi propia voz.
que dice
mirá ese cielo.
La muerte no está en los planes de nadie.
Pero la muerte es
una certeza,
la única. Una forma de la fe.
Estar muerto debe ser como estar
no nacido
aún.
Nadie quiere que su cuerpo caiga
dos mil metros
entre cerros verdes
rojos, marrones, callados, madres . Y azules.
Porque cuando cabalgás con otros hablás de las cosas que les pasan a los cuerpos.
Aquél está descompuesto aquella se cayó del caballo, hay agua, no hay agua, va a llover, ojalá que no haga frío.
Y mirá ese cielo.
II
La montaña no tiene colores flúo. No es pop. Mi cuerpo tampoco. Los colores de la tierra y de la sangre son intensos sin brillar y no tienen bordes.
Busco mis bordes. Los de mi cuerpo.
Los guanacos le trazan rombos raros a la ladera.
III
Ahora estoy en el punto de llegada, que es el mismo de la partida.
Estamos descargando los bolsos de las mulas cargueras y cargándolos en las chatas cargueras. Es el momento de los abrazos: los cuerpos de todos nosotros cruzaron los Andes. Nuestras almas se abrazan, igual que nuestros ojos. Hicimos algo juntos. Nuestras sonrisas.
Puedo ver el sendero por donde arrancamos seis días atrás, hace mil años. Recién conocía a La Rubia y entonces no podía saber que es una yegua que quiere correr todo el tiempo ni que le molesta tanto retroceder a buscar a alguien más atrás en la fila. Me acuerdo que me preguntaba entonces si me caería. Estaba aprendiendo a mirar los cerros. No sabía que lucharía contra el temor. No sabía un sorete.
IV
Acá no hay vida.
Ni un liquen pegado a estas piedras
a estos kilómetros de piedras azules que
con tal de no moverse
ni conciencia tienen.
Esto no es la Tierra,
acá la vida no es posible.
Como en la mayoría de los planetas.
Le veo la gracia.
V
Los edificios más altos del mundo son gilada al lado de estas montañas. Estoy en la mitad de la cuesta de la Honda, que tiene más de cuatro mil quinientos metros de altura. Ningún rascacielos construido por el hombre tiene más de novecientos. Veo a algunos de mis compañeros en la punta, allá arriba. No los veo, los adivino. Son puntos oscuros, igual que mis compañeros que están abajo, recién arrancando la subida. Una fila de hormigas, allá, en la loma del orto. Y acá y allá una ladera verde y parejita como una alfombra. La escenografía de los Teletubbies pero bajándole zarpado el contraste.
VI
Cabalgo también cuando
consigo dormir
en mi bolsa de dormir.
Me despierto con mi propia voz.
que dice
mirá ese cielo.
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