–¿En serio no te das cuenta? Es porque el abuelo Esteban no es mi papá de verdad.
Esa frase quedó rebotando toda la noche en mi cabeza. Creo que es el primer registro que tengo de una noche de insomnio. Le había preguntado a mi viejo que por qué él no tenía el mismo apellido que el abuelo. Rondaba los diez años y la duda surgió en un viaje a Saladillo, había ido a pescar con el abuelo y unos compañeros de laburo de mi viejo. Y ellos llamaban al abuelo por el apellido de papá y mío, cuando yo sabía que él se llamaba Giménez. Era tan natural que se llamara así que nunca había pensado que podía no ser mi abuelo, el abuelo. Por eso recién a esa edad pregunté. Estuve varios días sin poder mirarlo, al abuelo, no quería decirle nada, no sabía como encararlo. No lo encaré. Como se hacen, como se hacían las cosas, todos nos hicimos los giles y el tiempo pasó.
El hecho de que no hayamos encontrado una buena palabra para mencionar a la persona que cría a un hijo sin ser el padre habla de la resistencia que tenemos como sociedad a abandonar el modelo de familia tradicional. Que no es tan tradicional, siempre estalló en pedazos, pero siempre se hizo un esfuerzo para que no se notara. Mala estrategia: los no dichos siempre se llenan con angustias y el patriarcado con que venimos seteados por default elige la angustia por cobardía. De alguna manera, la forma en que llamamos a las relaciones habla de esas relaciones. Y las palabras que tenemos para nombrar a esa relación son horribles. Padrastro es un asco de palabra, tutor es una mierda leguleya. Y padre de crianza o padre de la vida son conceptos tributarios de Padre a secas. Es como padre pero.
También esta el optimismo bobo, que propone que quienes crían a hijos que no son suyos merecen ser llamados padres nomás. Porque lo biológico no determina bla bla bla. Y también es tonto. Porque esa mentirita piadosa obstaculiza la necesaria exploración de ese vínculo. ¿Qué autoridad tiene ese hombre sobre ese chico?¿Cómo se ejerce? ¿Y desde el punto de vista del chico? Es todo un mundo de sensaciones que decidimos cancelar cuando decimos que lo biológico no determina y que el padre ES el que lo cría. Las bolas. El padre es el padre aunque se muera, se vaya o esté muy presente. Y el que lo acompaña en su crecimiento no tiene nombre. No hay libros, o hay muy pocos. No hay conversación sobre ésto, no hay nada más que la intuición de cada uno. A algunos les puede salir bien, a otros no tanto.
El tiempo pasó, pero no pasó mucho. Un par de años después de la revelación mi cabeza dio un vuelco y entré a querer aún más a ese hombre por su patriada de cargarse al hombro al hijo de una mujer de la que se había enamorado.
A fines del siglo diecinueve, una señora que se llamaba Primitiva Martínez se quedó sola con dos hijos, Esteban y Salta, y se juntó con un señor. El señor era Mega de apellido y tuvo con la señora cinco hijos más. Cinco hijos que se criaron diciendo que eran siete hermanos. Pese a que el nene y la nena se seguían llamando Gimenez. Tan mal no le salió a don Mega. Todos salieron trabajadores, todos salieron cariñosos. Lo sé porque yo les decía tíos, pese a que no eran hermanos de quien no era mi abuelo
Esteban conoció a Elsa, que tenía un hijo chiquito. Nunca supe por qué, ni voy a aceptar que me cuenten. Lo cierto es que Esteban se armó una familia con Elsa y su pequeño hijo y se vino a Buenos Aires escapando de las habladurías, acaso de la pobreza. Entró a laburar en el puerto de Buenos Aires un martes trece. Lo sé porque mi abuelo siempre me decía que eso de que los martes trece traen mala suerte son puros bolazos. Se vino solo y se la bancó solo, pero tuvo siempre el apoyo de don Mega y de sus hermanos. Tan mal no le salió: mi abuelo vivió con mi abuela y mi viejo hasta el fin de sus días. Nadie lo quiso tanto al abuelo como mi viejo, pese a que no estoy seguro de que se hayan abrazado una docena de veces en la vida.
A principios de los años noventa conocí a Franquito. Tenía tres años y medio y no paraba de rebotar contra las paredes con un colador de fideos atado a la espalda. Con paciencia, me explicó que no era en ese caso un colador sino un caparazón de tortuga ninja. Me enamoré de él tanto como de su madre, con quien viví doce hermosos años. Tan mal no me salió. Franquito está por llegar con su hermana Sofi a comer lentejas y festejar algo.
Esa frase quedó rebotando toda la noche en mi cabeza. Creo que es el primer registro que tengo de una noche de insomnio. Le había preguntado a mi viejo que por qué él no tenía el mismo apellido que el abuelo. Rondaba los diez años y la duda surgió en un viaje a Saladillo, había ido a pescar con el abuelo y unos compañeros de laburo de mi viejo. Y ellos llamaban al abuelo por el apellido de papá y mío, cuando yo sabía que él se llamaba Giménez. Era tan natural que se llamara así que nunca había pensado que podía no ser mi abuelo, el abuelo. Por eso recién a esa edad pregunté. Estuve varios días sin poder mirarlo, al abuelo, no quería decirle nada, no sabía como encararlo. No lo encaré. Como se hacen, como se hacían las cosas, todos nos hicimos los giles y el tiempo pasó.
El hecho de que no hayamos encontrado una buena palabra para mencionar a la persona que cría a un hijo sin ser el padre habla de la resistencia que tenemos como sociedad a abandonar el modelo de familia tradicional. Que no es tan tradicional, siempre estalló en pedazos, pero siempre se hizo un esfuerzo para que no se notara. Mala estrategia: los no dichos siempre se llenan con angustias y el patriarcado con que venimos seteados por default elige la angustia por cobardía. De alguna manera, la forma en que llamamos a las relaciones habla de esas relaciones. Y las palabras que tenemos para nombrar a esa relación son horribles. Padrastro es un asco de palabra, tutor es una mierda leguleya. Y padre de crianza o padre de la vida son conceptos tributarios de Padre a secas. Es como padre pero.
También esta el optimismo bobo, que propone que quienes crían a hijos que no son suyos merecen ser llamados padres nomás. Porque lo biológico no determina bla bla bla. Y también es tonto. Porque esa mentirita piadosa obstaculiza la necesaria exploración de ese vínculo. ¿Qué autoridad tiene ese hombre sobre ese chico?¿Cómo se ejerce? ¿Y desde el punto de vista del chico? Es todo un mundo de sensaciones que decidimos cancelar cuando decimos que lo biológico no determina y que el padre ES el que lo cría. Las bolas. El padre es el padre aunque se muera, se vaya o esté muy presente. Y el que lo acompaña en su crecimiento no tiene nombre. No hay libros, o hay muy pocos. No hay conversación sobre ésto, no hay nada más que la intuición de cada uno. A algunos les puede salir bien, a otros no tanto.
El tiempo pasó, pero no pasó mucho. Un par de años después de la revelación mi cabeza dio un vuelco y entré a querer aún más a ese hombre por su patriada de cargarse al hombro al hijo de una mujer de la que se había enamorado.
A fines del siglo diecinueve, una señora que se llamaba Primitiva Martínez se quedó sola con dos hijos, Esteban y Salta, y se juntó con un señor. El señor era Mega de apellido y tuvo con la señora cinco hijos más. Cinco hijos que se criaron diciendo que eran siete hermanos. Pese a que el nene y la nena se seguían llamando Gimenez. Tan mal no le salió a don Mega. Todos salieron trabajadores, todos salieron cariñosos. Lo sé porque yo les decía tíos, pese a que no eran hermanos de quien no era mi abuelo
Esteban conoció a Elsa, que tenía un hijo chiquito. Nunca supe por qué, ni voy a aceptar que me cuenten. Lo cierto es que Esteban se armó una familia con Elsa y su pequeño hijo y se vino a Buenos Aires escapando de las habladurías, acaso de la pobreza. Entró a laburar en el puerto de Buenos Aires un martes trece. Lo sé porque mi abuelo siempre me decía que eso de que los martes trece traen mala suerte son puros bolazos. Se vino solo y se la bancó solo, pero tuvo siempre el apoyo de don Mega y de sus hermanos. Tan mal no le salió: mi abuelo vivió con mi abuela y mi viejo hasta el fin de sus días. Nadie lo quiso tanto al abuelo como mi viejo, pese a que no estoy seguro de que se hayan abrazado una docena de veces en la vida.
A principios de los años noventa conocí a Franquito. Tenía tres años y medio y no paraba de rebotar contra las paredes con un colador de fideos atado a la espalda. Con paciencia, me explicó que no era en ese caso un colador sino un caparazón de tortuga ninja. Me enamoré de él tanto como de su madre, con quien viví doce hermosos años. Tan mal no me salió. Franquito está por llegar con su hermana Sofi a comer lentejas y festejar algo.
Fenomenal manera de desnudar un poco a la sociedad patriarcal y, al mismo tiempo, festejar el amor por sobre otras gansadas.
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