domingo, 29 de diciembre de 2013

A comer al Crucero



Publicada en Revista El Gourmet de Abril de 2013. Las dotos son de Santiago Ciuffo.

Los cruceros ya no son lo que eran y eso es una buena noticia. Hasta mediados de los años 80, el ejemplo de crucero más a mano era el Pacific Princess, un barco selecto que servia de escenario a la serie El Crucero del Amor. Con sus estereotipos y sus gags previsibles, la tira televisiva daba testimonio de esa exclusividad que ofrecían las naves que por entonces se llamaban transatlánticos –palabra caída en saludable desuso- con muy pocos pasajeros a bordo. Afortunadamente, hay una distancia oceánica entre aquel Pacific Princess y la infinidad de servicios que brinda hoy la industria del crucero. Se trata de un negocio que, pese a la crisis global, sigue creciendo a una tasa del 10 por ciento anual y que forma parte fundamental del negocio turístico mundial con una notable capacidad para atender a una franja de clientes en expansión. 



El mercado se divide en empresas que brindan servicios masivos, premium y de lujo. Más allá de algunas exclusividades que ofrece cada compañía, la diferencia fundamental entre las distintas categorías es la cantidad de pasajeros que transporta  cada uno. Pero claro, la comida de a bordo también puede ser un diferencial significativo. En un rápido sondeo previo, la empresa Oceania Cruises se destaca, según los operadores turísticos, por su gastronomía. Y el Marina, uno de los dos cruceros Premium de esa compañía, se encargó de demostrar el por qué de esa calificación.


Siempre hay una buena razón para comer algo
Si bien todas las grandes capitales tienden al cosmopolitismo, la mezcla que se percibe a bordo de estas naves deja a ciudades orgullosas de su multiculturaidad como Toronto a nivel del piso. Del agua, en este caso. Esa diversidad es algo que, como casi todo a bordo, merece ser celebrado en alguno de los cuatro restaurantes especiales que trabajan sobre cocinas consolidadas: el Jaques, de cocina francesa; el Red Ginger, que se especializa en sabores asiáticos; el  Polo Grill, que trabaja sobre mariscos y carnes y el Toscana, con su foco en la gastronomía italiana. De cualquier manera, no falta lugar en el que celebrar comiendo: para una ceremonia más distendida, el crucero dispone de tres restaurantes de batalla, una cafetería exquisita y varias barras de tragos. La política de asientos no asignados –otro diferencial del servicio Premium- brinda la libertad de elegir el recorrido por los distintos restaurantes, de modo  que la experiencia gastronómica de a bordo sea realmente enriquecedora.

Visto desde la tierra, el crucero es un edificio que flota. O una ciudad, ya que puede medir dos o tres cuadras de largo. Pero desde adentro parece mucho más grande. Caminar de una punta a la otra del barco puede llegar a dar mucha hambre. Si es la mañana, tras el gimnasio o un partido de tenis o de golf, se puede intentar en el Terrace Café, un buffet relajado abierto desde las 7 AM con autoservicio ma non troppo: siempre habrá alguien para servirle a uno sin volcar las ensaladas de varias combinaciones, sopas, pizzas, pastas, todo tipo de huevos y embutidos, quesos y mariscos. Decir que un espacio en un crucero tiene vista al mar puede parecer ridículo y, sin embargo, el Terrace tiene literalmente un balcón al azul infinito. 



El dulce abismo
Casi todos los camarotes del Marina tienen vista al mar, otro detalle de diseño y fabricación que diferencia un servicio Premium como éste de un servicio masivo, donde más de la mitad de los pasajeros puede estar alojado en una habitación interna. La presencia constante del océano no es sólo un detalle que diferencia un crucero de un hotel común. El turquesa del océano cuando hay sol y se navega a varios kilómetros de la costa, la sal que flota en el aire y el silencio que apenas subraya el ruido del barco cuando se desliza sobre el agua estimulan la reflexión y tientan al viajero a caer en su propia profundidad abismal.

Pero como después del abismo el alma necesita seguir andando, la mejor receta -probada suficientes veces- es volver a comer algo. Si es la hora de la cena, puede ser en el Jacques, que lleva su nombre en homenaje al Master Chef de la compañía, el legendario Jacques Pépin. Allí, el simpático mozo portugués se muestra encantado de que se le solicite como entrada los caracoles al horno con salsa de ajo y Borgoña. Otros comensales, acaso menos predispuestos hacia los moluscos, aseguran que la Terrine de Foie Gras de pato es otra gran opción para la entrada. Para el plato principal, se puede celebrar con la Langosta Maine al horno con manteca de estragón y coral o con una de las recomendaciones: la pata de cordero en cocción lenta. Y el postre favorito del Jacques: Tarta de Manzana con crema de avellana.

Pero si la introspección que proponen la profundidad y el color del agua nos agarra de día, el hambre puede ser mitigada en Wales, un bar ubicado en uno de los laterales delanteros del crucero. Allí hay todo tipo de hamburguesas, paninis y ensaladas de mariscos y vegetales para saborear sin escaparse de la profundidad marina.



El inglés es el idioma oficial a bordo, pero el idioma de la comida también permite la comunicación entre personas de distintas culturas. Los saludos en el ascensor o las escaleras incluyen inevitables referencias a la cantidad y la calidad del almuerzo. Y este tipo de encuentro se repite constantemente; el Marina tiene 16 decks, aunque los pisos que están habilitados  para el pasaje son los que van del 5 al 16. Los decks inferiores, donde se alojan  la tripulación y el personal,  generan extrañas ilusiones entre los viajeros.

Ya sean personal de los restaurantes o de limpieza, atiendan los cuartos o la barra junto a la pileta, el personal  muestra una cordialidad muy distinta de la amabilidad mecánica propia de las cadenas de supermercado. El clima a bordo es respetuoso pero distendido. Está claro que la tripulación está trabajando y los demás de paseo pero nunca más atinada la imagen: estamos todos en el mismo barco.

Si hay que imaginar una directiva del departamento de RRHH a la tripulación del Marina, debe ser algo así como que está permitido relajarse y ser todo lo simpáticos que la personalidad admita. Por eso, si una chica de Filipinas es un poco retraída, se limitará a saludar con cortesía y contestar cada pregunta que se le haga. Pero si una checa que atiende en el asiático Red Ginger se siente convocada a opinar sobre el menú, va a traer a la mesa una propuesta que todos agradecerán. Porque la deliciosa ensalada de pato crocante, sandia, castañas de cajú, menta y albahaca con salsa picante habría pasado desapercibida sin su recomendación en una carta cargada de sábalos marinados en miso o pollo caramelizado con chiles y jengibre fresco. 

La buena salud de la industria del crucero puede suponerse del hecho que ni siquiera un naufragio como el que sufrió el Costa Concordia en enero de 2012 significó un retroceso en la preferencia del público. Sin embargo, las empresas del sector empiezan a debatirse entre la necesidad de seguir pareciéndose a lo que hasta ahora fueron -una opción de exclusividad con sus regustos por el lujo como sinónimo de esplendor- o una propuesta menos ceremoniosa, más afín a las apetencias de esa nueva camada de millonarios vinculados a empresas de tecnología que desprecian los acartonamientos. Quizás como síntesis de esta tensión generacional, el caballero de modales circunspectos y profunda mirada azul se indigna porque un joven asistió al Grand Dining Room en zapatillas. En ese salón, iluminado con las más suntuosas arañas, se sirven, entre otras especialidades, los platos de autor de Jacques Pepin. Como el Poulet Roti, un pollo con hierbas y papas rojas asadas y salsa pan. O como la Suprême de Saumon au Court-Bouillon, escalfada en salsa Chrón con arroz pilaf.

Mientras toma sol al borde de la pileta, un médico neoyorquino asegura que no se bajará del crucero sin haber tomado alguno de los platos sanos que cada restaurante diseña especialmente para quienes cuidan su dieta. Su abdomen prominente insiste en desmentirlo, pero es sabido que la vida en el mar está llena de verdades saladas y que las vacaciones, al fin y al cabo, no son vacaciones si no se regresa con algunas decenas de kilos de más.  


Un italiano aporteñado que cocina por los mares

El boca en boca de a bordo es demoledoramente eficaz y dice que hay que asistir al menos una vez al Toscana, el restaurante de especialidad italiana. El chef a cargo es Lois Belvedere, nacido en Firenze de madre francesa y padre italiano. Empezó a estudiar gastronomía a los once años, se especializó en la cocina de su región y tras una temporada en Cordon Bleu en París, recorrió media Europa probando y aprendiendo.

Todos los restaurantes de los distintos barcos de Oceania Cruises están bajo la dirección del Chef Manager de la compañía, pero Lois, al igual que los responsables de cada uno, tiene algunas especialidades que sólo se sirven en el Marina, como el celebrado y delicioso Risotto con Ossobuco.

Todos los días, Lois amasa personalmente las pastas que se servirán durante la noche.

 “Trabajar con productos genuinos en un restaurante que navega requiere mucha planificación”, dice Lois. En el  crucero hay un Provision Master que tiene estadísticas de los productos que se consumen y va haciendo las previsiones de abastecimiento en cada puerto que se toca. “Pero muchas veces nosotros avisamos, por ejemplo: guarda que no llegamos al próximo puerto con la cantidad de harina Barilla que hay”. Con el modismo, Lois deschava sus siete años en Buenos Aires. Casado con una argentina, dice tener los mejores recuerdos de la ciudad “por su gran gastronomía y la importancia que los argentinos asignan a la comida”. Trabajó en La Tasca de Plaza Mayor, en Recoleta, y en Ill Gran Caruso, entre otros espacios porteños.



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