Publicada en Revista El Gourmet de Abril de 2013. Las dotos son de Santiago Ciuffo.
Los cruceros ya no son lo que eran y eso
es una buena noticia. Hasta mediados de los años 80, el ejemplo de crucero más
a mano era el Pacific Princess, un barco selecto que servia de escenario a la
serie El Crucero del Amor. Con sus estereotipos y sus gags previsibles, la tira
televisiva daba testimonio de esa exclusividad que ofrecían las naves que por
entonces se llamaban transatlánticos –palabra caída en saludable desuso- con
muy pocos pasajeros a bordo. Afortunadamente, hay una distancia oceánica entre aquel
Pacific Princess y la infinidad de servicios que brinda hoy la industria del
crucero. Se trata de un negocio que, pese a la crisis global, sigue creciendo a
una tasa del 10 por ciento anual y que forma parte fundamental del negocio
turístico mundial con una notable capacidad para atender a una franja de
clientes en expansión.
El mercado se divide en empresas que
brindan servicios masivos, premium y de lujo. Más allá de algunas
exclusividades que ofrece cada compañía, la diferencia fundamental entre las
distintas categorías es la cantidad de pasajeros que transporta cada uno. Pero claro, la comida de a bordo
también puede ser un diferencial significativo. En un rápido sondeo previo, la
empresa Oceania Cruises se destaca, según los operadores turísticos, por su
gastronomía. Y el Marina, uno de los dos cruceros Premium de esa compañía, se
encargó de demostrar el por qué de esa calificación.
Siempre hay una buena razón para comer
algo
Si bien todas las grandes capitales
tienden al cosmopolitismo, la mezcla que se percibe a bordo de estas naves deja
a ciudades orgullosas de su multiculturaidad como Toronto a nivel del piso. Del
agua, en este caso. Esa diversidad es algo que, como casi todo a bordo, merece
ser celebrado en alguno de los cuatro restaurantes especiales que trabajan
sobre cocinas consolidadas: el Jaques, de cocina francesa; el Red Ginger, que
se especializa en sabores asiáticos; el
Polo Grill, que trabaja sobre mariscos y carnes y el Toscana, con su foco
en la gastronomía italiana. De cualquier manera, no falta lugar en el que
celebrar comiendo: para una ceremonia más distendida, el crucero dispone de
tres restaurantes de batalla, una cafetería exquisita y varias barras de
tragos. La política de asientos no asignados –otro
diferencial del servicio Premium- brinda la libertad de elegir el recorrido por
los distintos restaurantes, de modo que
la experiencia gastronómica de a bordo sea realmente enriquecedora.
Visto desde la tierra, el crucero es un
edificio que flota. O una ciudad, ya que puede medir dos o tres cuadras de
largo. Pero desde adentro parece mucho más grande. Caminar de una punta a la
otra del barco puede llegar a dar mucha hambre. Si es la mañana, tras el
gimnasio o un partido de tenis o de golf, se puede intentar en el Terrace Café,
un buffet relajado abierto desde las 7 AM con autoservicio ma non troppo: siempre
habrá alguien para servirle a uno sin volcar las ensaladas de varias
combinaciones, sopas, pizzas, pastas, todo tipo de huevos y embutidos, quesos y
mariscos. Decir que un espacio en un crucero tiene vista al mar puede parecer
ridículo y, sin embargo, el Terrace tiene literalmente un balcón al azul
infinito.
El dulce abismo
Casi todos los camarotes del Marina
tienen vista al mar, otro detalle de diseño y fabricación que diferencia un
servicio Premium como éste de un servicio masivo, donde más de la mitad de los
pasajeros puede estar alojado en una habitación interna. La presencia constante
del océano no es sólo un detalle que diferencia un crucero de un hotel común.
El turquesa del océano cuando hay sol y se navega a varios kilómetros de la
costa, la sal que flota en el aire y el silencio que apenas subraya el ruido
del barco cuando se desliza sobre el agua estimulan la reflexión y tientan al
viajero a caer en su propia profundidad abismal.
Pero como después del abismo el alma
necesita seguir andando, la mejor receta -probada suficientes veces- es volver
a comer algo. Si es la hora de la cena, puede ser en el Jacques, que lleva su
nombre en homenaje al Master Chef de la compañía, el legendario Jacques Pépin.
Allí, el simpático mozo portugués se muestra encantado de que se le solicite
como entrada los caracoles al horno con salsa de ajo y Borgoña. Otros
comensales, acaso menos predispuestos hacia los moluscos, aseguran que la Terrine de Foie Gras de pato
es otra gran opción para la entrada. Para el plato principal, se puede celebrar
con la Langosta Maine
al horno con manteca de estragón y coral o con una de las recomendaciones: la
pata de cordero en cocción lenta. Y el postre favorito del Jacques: Tarta de
Manzana con crema de avellana.
Pero si la introspección que proponen la
profundidad y el color del agua nos agarra de día, el hambre puede ser mitigada
en Wales, un bar ubicado en uno de los laterales delanteros del crucero. Allí
hay todo tipo de hamburguesas, paninis y ensaladas de mariscos y vegetales para
saborear sin escaparse de la profundidad marina.
El inglés es el idioma oficial a bordo,
pero el idioma de la comida también permite la comunicación entre personas de
distintas culturas. Los saludos en el ascensor o las escaleras incluyen
inevitables referencias a la cantidad y la calidad del almuerzo. Y este tipo de
encuentro se repite constantemente; el Marina tiene 16 decks, aunque los pisos
que están habilitados para el pasaje son
los que van del 5 al 16. Los decks inferiores, donde se alojan la tripulación y el personal, generan extrañas ilusiones entre los viajeros.
Ya sean personal de los restaurantes o de
limpieza, atiendan los cuartos o la barra junto a la pileta, el personal muestra una cordialidad muy distinta de la
amabilidad mecánica propia de las cadenas de supermercado. El clima a bordo es respetuoso
pero distendido. Está claro que la tripulación está trabajando y los demás de
paseo pero nunca más atinada la imagen: estamos todos en el mismo barco.
Si hay que imaginar una directiva del
departamento de RRHH a la tripulación del Marina, debe ser algo así como que
está permitido relajarse y ser todo lo simpáticos que la personalidad admita.
Por eso, si una chica de Filipinas es un poco retraída, se limitará a saludar
con cortesía y contestar cada pregunta que se le haga. Pero si una checa que
atiende en el asiático Red Ginger se siente convocada a opinar sobre el menú,
va a traer a la mesa una propuesta que todos agradecerán. Porque la deliciosa ensalada
de pato crocante, sandia, castañas de cajú, menta y albahaca con salsa picante
habría pasado desapercibida sin su recomendación en una carta cargada de
sábalos marinados en miso o pollo caramelizado con chiles y jengibre fresco.
La buena salud de la industria del
crucero puede suponerse del hecho que ni siquiera un naufragio como el que
sufrió el Costa Concordia en enero de 2012 significó un retroceso en la preferencia
del público. Sin embargo, las empresas del sector empiezan a debatirse entre la
necesidad de seguir pareciéndose a lo que hasta ahora fueron -una opción de
exclusividad con sus regustos por el lujo como sinónimo de esplendor- o una
propuesta menos ceremoniosa, más afín a las apetencias de esa nueva camada de millonarios
vinculados a empresas de tecnología que desprecian los acartonamientos. Quizás
como síntesis de esta tensión generacional, el caballero de modales
circunspectos y profunda mirada azul se indigna porque un joven asistió al Grand
Dining Room en zapatillas. En ese salón, iluminado con las más suntuosas arañas,
se sirven, entre otras especialidades, los platos de autor de Jacques Pepin. Como
el Poulet Roti, un pollo con hierbas y papas rojas asadas y salsa pan. O como la Suprême de Saumon au
Court-Bouillon, escalfada en salsa Chrón con arroz pilaf.
Mientras toma sol al borde de la pileta,
un médico neoyorquino asegura que no se bajará del crucero sin haber tomado
alguno de los platos sanos que cada restaurante diseña especialmente para
quienes cuidan su dieta. Su abdomen prominente insiste en desmentirlo, pero es
sabido que la vida en el mar está llena de verdades saladas y que las
vacaciones, al fin y al cabo, no son vacaciones si no se regresa con algunas
decenas de kilos de más.
Un italiano aporteñado que cocina
por los mares
El boca en boca de a bordo es
demoledoramente eficaz y dice que hay que asistir al menos una vez al Toscana,
el restaurante de especialidad italiana. El chef a cargo es Lois Belvedere,
nacido en Firenze de madre francesa y padre italiano. Empezó a estudiar
gastronomía a los once años, se especializó en la cocina de su región y tras
una temporada en Cordon Bleu en París, recorrió media Europa probando y
aprendiendo.
Todos los restaurantes de los distintos
barcos de Oceania Cruises están bajo la dirección del Chef Manager de la
compañía, pero Lois, al igual que los responsables de cada uno, tiene algunas
especialidades que sólo se sirven en el Marina, como el celebrado y delicioso
Risotto con Ossobuco.
Todos los días, Lois amasa personalmente
las pastas que se servirán durante la noche.
“Trabajar con productos genuinos en un
restaurante que navega requiere mucha planificación”, dice Lois. En el crucero hay un Provision Master que tiene
estadísticas de los productos que se consumen y va haciendo las previsiones de
abastecimiento en cada puerto que se toca. “Pero muchas veces nosotros
avisamos, por ejemplo: guarda que no llegamos al próximo puerto con la cantidad
de harina Barilla que hay”. Con el modismo, Lois deschava sus siete años en
Buenos Aires. Casado con una argentina, dice tener los mejores recuerdos de la
ciudad “por su gran gastronomía y la importancia que los argentinos asignan a
la comida”. Trabajó en La Tasca
de Plaza Mayor, en Recoleta, y en Ill Gran Caruso, entre otros espacios
porteños.
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