Este texto pertenece a la Serie Contextos,
que recoge el entorno que muchas veces no entra en algunas notas que nos
toca cubrir. En este caso, el original de la nota que dio vida a ésto
se publcó en TiempoArgentino el 02.10.2011.
No es bueno pensar en comida cuando no
hay nada para comer, pensé. No es bueno pensar en empanadas, por ejemplo.
Levanté la cabeza para distraerme y vi a Mariano con los pies sobre el asiento,
frotándose las piernas como para darse calor.
–Por lo menos se fueron las gárgolas
–dije.
–Si entraba una, me la morfaba –contestó
sin dejar de frotarse. Estábamos los dos solos en el vagón vacío; él, unos
asientos más allá, había tratado de estirarse para dormir pero ahora estaba
hecho bolita. Me pareció una buena idea frotarme también las piernas, mi jean
estaba húmedo y frío. Serían las cuatro de la madrugada y el tren apenas
avanzaba –por llamarlo de alguna manera– a marcha angustiante. Era imposible
calcular la velocidad mirando por las ventanillas, parecían selladas desde
afuera con cartulina negra. Pero la lentitud se oye, también.
***
Habíamos salido unas dieciocho horas
antes y desde entonces sólo habíamos comido esa vianda en bandejita que se
popularizó en los colectivos de larga distancia. Estábamos para cubrir la noticia del primer viaje del tren binacional que une Pilar, en la provincia de
Buenos Aires, con Paso de los Toros, en el corazón del territorio uruguayo. Las
vías del tramo argentino estaban en muy mal estado; anduvimos a cuarenta kilómetros
por hora porque desde la privatización menemista nadie invirtió en su
mantenimiento. Pero en el tramo uruguayo era distinto. Estaban mucho peor.
Desde Salto en adelante, cualquiera
podría haber superado al tren al ritmo de una caminata desganada. Eso creíamos,
al menos, porque –está dicho– afuera mandaba lo negro del mundo. Una tormenta
que no se veía pero se escuchaba y se olía se lanzó sobre el territorio
oriental con nosotros adentro. En la noche y con la imaginación evaluaba el
desnivel entre las vías por el balanceo paquidérmico del vagón, que a cada rato
tenía que frenar para no descarrilar.
Pero la tormenta y la noche no eran lo
único que nos impedía ver por las ventanas: dos murallas vegetales crecían a
los costados de las vías. La tarde anterior, cuando el tren atravesaba las
lomadas entrerrianas, habíamos adquirido la experiencia del sonido de las ramas
contra las paredes del vagón. Pero en este caso el ruido era imposible y en
leve ascenso. Debe haber flor de monte alrededor, pensé. Alto monte. En un
momento se empezaron a escuchar los arañazos de las ramas en el techo.
Atravesábamos un largo túnel de arbustos o la locomotora se estaría abriendo
paso entre las ramas. Todas las hipótesis son posibles cuando escuchamos y no
vemos, Hollywood lo sabe.
–Parecen gárgolas tratando de entrar
–dije.
–Nos atacan gárgolas uruguayas. Sabía que
se podía empeorar.
Viajaban –lo supimos después– unas cinco
personas más, además del personal del tren. La mayoría se había bajado en
Concordia y en Salto. Uno de los guardas pasó por nuestro vagón en medio del
ataque de las bestias infernales.
–¿Tenés idea de si podremos comprar algo
para comer en Paysandú? –le pregunté al
guarda gritando un poco por el ruido de los arañazos.
–No. No hay donde comprar. ¿No comieron nada?
–Hace horas que no comemos, no hubo nunca
un kiosco donde comprar.
–Es que el trayecto es nuevo, no hay
kioscos en las estaciones, todavía.
–Lo notamos.
–Pará que aviso que en Paysandú traten de
conseguir algo para comer. Va a ser difícil, a esta hora va a estar todo
cerrado.
***
A pesar de ser un gran fotógrafo, Mariano
Martino es mi amigo. Sacó de un bolsillo los caramelos que le habían quedado de
la bandejita-viandita. Se volvió a sentar a mi lado para compartirlos y
abandonó la idea de dormir. De todas maneras, no lo hubiera logrado: un nuevo
ataque de gárgolas se abatió sobre nosotros, pero ya no tenía la misma
intensidad que el primero. Advertidas de la garra charrúa con que nuestro vagón
se había defendido en la ocasión anterior, los bichos no se esforzaban ya en
desgarrar el techo como antes.
–Este ataque es más light –dijo Mariano–
Casi un trámite, para ellas.
-Gárgolas burócratas, se ve que trabajan
a reglamento.
Nunca sabremos quien las hizo.
Preguntamos, pero nos dijeron algo así como que las habían mandado a freír a
una vecina de la estación sanducera. Las empanadas de queso fritas más ricas
del universo aparecieron de pronto en las manos del guarda, las traía en un
papel blanco, de ése en que te envuelven el fiambre. No pudimos chequear si era
efectivamente así, que las había hecho una vecina. Ni siquiera chequeamos si
era incluso posible que la estación tuviera vecinos. Yo quise creer –y lo
logré– que era una señora que tenía preparada masa de tortas fritas y cuando le
dijeron que hiciera algo rápido se le ocurrió rellenarlas con queso y darles
forma de empanadas. Quise creer también que les aplastó los bordes con un
tenedor para que quedaran así de crocantes y desparejos, sin repulgue. Podemos testimoniar
que no nos las cobraron, aunque quisimos pagarlas, y que nos tocaron tres a cada
uno. Y podemos testimoniar que eran de una masa crujiente y blanda a la vez,
una delicia dorada y tibia rellena de queso que se deshacía en la boca y le
inyectó a nuestro cuerpo la esperanza suficiente como para llegar a Paso de los
Toros unas horas después, cuando la luz del sol ya se había encargado de
limpiar el paisaje de demonios medievales.
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