Solari

Foto de mi amigo Javier Heinzmann
—A Gardel lo mataron los gringos.
Recién entonces ella ve al hombre parado con otro libro en la mano, del lado de la calle pero muy cerca de ella.  
—¿Perdón? —dice.
—A Gardel lo mataron los gringos. —repite el hombre. Y agrega—: Fue la CIA que le puso una bomba. ¿Quién se va a creer lo del accidente, si los aviones de antes no se rompían como los de ahora?

Ella vacila un poco. Sonríe con la boca pero no con los ojos. Acompaña con una especie de asentimiento breve. El vendedor, que hasta el momento había estado metido adentro del monitor, se interesa un poco por la escena. Ella tiene unos cuarenta y cinco años y usa un trajecito color arena. Mira al vendedor y vuelve a la contratapa de su libro.

—Y ¿sabe por qué?— insiste el hombre.
Tiene una edad difícilmente calculable entre los sesenta y los ochenta. Sobre su camisa celeste cuelga una corbata de anchas rayas diagonales verdes y rojas separadas por una delgada línea amarilla. Si es lo que parece, se bañó en la última media hora.  

Ella mira la contratapa del libro, se diría que con esfuerzo de concentración.
—Y ¿sabe por qué lo mataron?
Ella baja el libro. Mira al vendedor y, resignada, mira al hombre.
—No. ¿Por qué?
—Porque hasta que salió Carlitos, ellos dominaban el cine. Chaplin, el gordo y el flaco, Buster Keaton, —cada nombre es acompañado por el gesto de capturar un dedo de su mano derecha con los de la mano izquierda— todo el mundo miraba eso. Hasta que llegó El Mudo y empezó a filmar en Norteamérica, en Europa. Y todo el mundo se volvía loco con las películas de él. Y lo liquidaron, porque fíjese que los diarios colombianos, cuando fue la tragedia de Medellín…
—Discúlpeme. —interrumpe ella y saca el celular del bolsillo— ¿Hola? Ah, ¿que hacés? Si, decime. —Y sale del local.

El hombre la acompaña, unos pasos atrás. Ahora que ya no transcurre ante su vista, el vendedor muestra mayor interés por la escena. Ella da unos pasos por la vereda y ve que el hombre la sigue, en silencio. Se detiene, con el celular en la oreja.
—¿Se le ofrece algo?
El hombre duda.
—No terminamos la conversación.
—Si. —dice ella— Ya terminó, adiós. —Y se va.

El hombre vuelve a la mesa de saldos. Mira los libros. Toma uno y lo sostiene con las yemas de los dedos. Lo pesa, o algo así. Lo deja en la mesa.
Se va.


Comentarios

  1. ¡Ay! Si tan sólo nos diéramos unos minutos para escuchar a los extravagantes y a los locos, qué sabios seríamos.

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