-Claro, unas fiestas de locos. Que marquen la diferencia entre un día y otro. En la época previa a la dictadura fundamos en el patio del Borda la Peña Carlos Gardel, que era el embrión de lo que ahora es Cooperanza, y armábamos las fiestas terapéuticas bajo el lema “Vení a bailar con tu fantasma preferido”.
Se ríe Alfredo Moffatt de sus propias ocurrencias y de su pasado, pero también se ríe de sus interlocutores, de las preguntas que le hacen y de las reflexiones que sabe que suscitan sus palabras. Y se ríe de si mismo cuando cuenta que se dedicó a estudiar arquitectura por mandato paterno y que, aunque tiene la firma del rector, su diploma de arquitecto es trucho porque si hace una casa, se cae. La especialidad de Moffatt es otra.
-Yo me dedico a reparar vidas rotas-dice.
También se autodefine como arquitecto de almas y entrega una poética tarjeta personal que lo confirma. Pero si lo apuran, va a decir que tiene un título de Psicólogo Social “que es como para confundir legalmente”. Ese título no universitario está, sin embargo, firmado por uno de los fundadores de la Psicología Social en el país, Enrique Pichon Riviere,. En los ‘70, Alfredo escribió el libro “Terapia del Oprimido”, que ponía el pensamiento de Pichon Riviere en sintonía con el clima revolucionario de la época apoyándose en la pedagogía de Paulo Freire. Ese libro, al igual que todos lo que Moffatt escribió después, se puede descargar hoy completo de la web, pero en su momento lo leyeron casi como un manual miles de militantes y activistas.
-La peña Peña Carlos Gardel era una cosa muy pesada en la época de Cámpora –recuerda ahora Moffatt en un caserón del barrio de Once - que cuestionaba la estructura manicomial desde la teoría de la liberación”. La cosa, parece, es que un buen sábado de hace más de 30 años el equipo de discípulos que acompañaba a Pichon Riviere –entre los que estaba el joven Moffatt- se instaló en el mismo fondo del mismo hospital que apenas se modificó desde entonces. -Armamos una comunidad por medio del choripán, con unos elásticos de cama como parrilla. –a Moffatt le brillan los ojos cuando lo cuenta y la risa ya le crece en la garganta- Y no tuvimos que llamarlos para que vengan a socializarse, estaban todos ahí. Con un choripán en la mano, hasta el autista más resistente se entrega. -Larga la risa- Después, con una tarantela o un chamamé, el tipo movía las patas y después, alguien que le cambiaba el pañal le podía preguntar dónde nació, como es su historia.
- Y ¿cómo veía eso la institución en aquella época?
- Lo que pasa es que era una época en que se planteaban otras cosas, creíamos que venía la Revolución. –Los ojos claros le brillan saboreando la pausa en que se le ocurre otro chiste- ¡Y vino, pero otra, no la que queríamos! -esta vez estalla de risa- En la asunción de Cámpora fuimos con los locos a la plaza. Estaba al lado una columna del ERP. Nosotros con un gran cartel “Hospital Neuropsiquiátrico Presente” Los locos, sosteniéndolo, con cara de locos. Y los del ERP se acercan y me preguntan, “Che, son tranquilos, los muchachos, ¿no?”.
De entrecasa
Ahora vive en la Avenida Rivadavia cerca de la estación Loria del subte. Si estuviera en Palermo, la Escuela de Psicología Social estaría seguramente reciclada, pero este caserón en un primer piso con techos altos, macetas y patio en el medio desconoce las luces dicroicas, el ladrillo a la vista y los colores pastel. Antes bien, es todo lo que se puede esperar de la casa de Moffatt: las paredes cubiertas por infinitas fotos tomadas en los infinitos viajes de Alfredo, dibujos de amigos y alumnos alcanzados aquí y allá por una humedad infatigable que brota de las paredes. Uno de los cuartos es la habitación-oficina de Alfredo. Centenares de agónicos cassettes VHS comparten el piso con centenares de libros. Alfredo juzga oportuno compartir un documento que tiene en su notebook y la saca de entre la ropa vieja que lleva en una bolsa de hacer las compras, de esas que en algunos lugares del conurbano se sigue llamando la bolsa chismosa.
-Es que la pobreza es grande –se justifica entre risas- y evitar la ostentación me parece un recurso genuino para evitar los arrebatos.
A Moffatt le gusta usar palabras sencillas para explicar su teoría, a la que llama Terapia de Crisis:
-Yo inventé máquinas para arreglar la locura-, dice mientras come fideos sobre un mantel Plavinil en la cocina que es también la cocina de la Escuela. Y mientras explica por qué opina que el psicoanálisis es funcional al capitalismo, le indica a su jovencísima novia cómo debe cortarse el queso para no desperdiciar nada.
-Tengo suerte, a los 76 años tengo una novia de veintitrés.
- No soy “una” novia -dice ella.
- Bueno -negocia Moffatt-. “La” novia. Mi novia tiene veintitrés, tengo suerte.
Cada uno con sus voces
Los muchachos se sientan en los bordes del patio siguiendo el dibujo de las sombras de los árboles. Algunos dibujan, otros hacen música, charlan. Cooperanza está a toda marcha, aunque no sea fácil explicar qué es. Uno que se anima a definirla es Eber. O Ebercito, como le dicen muchos de los seguidores de La Coilifata, esa radio que es una especie de hermana menor de Cooperanza y que ahora anda sola hace rato. Eber es una estrella de La Colifata, sus ideas sobre la poesía y la locura están ahora en YouTube. Hoy no se dedicó a dibujar en el taller como otras veces porque, dice, no tuvo tiempo. Pero ensaya una definición:
-Cooperanza es para divertirnos con los micrófonos y escuchar nuestras voces y cada uno con sus voces.
Hay una parte que es fácil de entender, y es que la cooperativa está compuesta por los internos del hospital y por un equipo de psicólogos sociales y ayudantes terapéuticos –militantes se encarga de subrayar Alfredo Moffatt, alma mater del proyecto- que no faltaron un sólo sábado en los 25 años que se cumplen.
Ahora los muchachos hacen una evaluación conjunta de los talleres. El que tiene algo para decir, pide el micrófono. Algunos dicen fragmentos de cosas que evidencian haber sido dichas varias veces, otros cuentan a todos lo que hicieron esa tarde. La totalidad de las intervenciones despiertan el aplauso de los demás y el que abandona el micrófono se va con una satisfacción tan grande que enseguida se entiende de qué habla Ebercito cuando dice “escuchar nuestras voces”, así, en plural.
A continuación de los talleres y las evaluaciones llega el payaso. Los muchachos se mueren de risa. Algunos chistes son invisibles para quien no es de ahí. Como todas las comunidades, la comunidad terapéutica tiene sus internitas y sus bromas acerca de algo que hizo uno hace unos días o unos lustros. Uno de los internos le pone tanta pasión al aplauso que en cualquier momento tendrá un esguince en las muñecas.
Enrique está muy contento mirando todo. Dice, si le preguntan, que hace 22 años que viene a “la cope”. Y ya que le preguntan algo, cuenta también que les escribe a los presidentes.
-Le escribí a Menem y a Alfonsín. A Duhalde y a Néstor Kirchner también. Les dije que yo creo que todo tiene que ser gratis. ¿Para qué queremos la plata?-
Para bien o para mal, hace mucho tiempo que no se reflexiona esas cosas afuera de estas paredes, cualquier cosa que entendamos por reflexión. Pero Enrique no se detiene:
-Algunos que tienen un peso, dicen que son millonarios. Porque hay gente que no conoce la plata. Entonces nos tenemos que poner todos de acuerdo y que las cosas sean gratis, no hay que cobrar plata. Tampoco tiene que estar permitida la guerra, dejémonos de joder. Y la minifalda en las mujeres tampoco y las mujeres desnudas en las revistas, tampoco. Porque he visto algunas que son un escándalo.
Comunidad terapeutica
La relación de Moffatt con la facultad de Psicología de la UBA es mala. Pero hace dos cuatrimestres que tiene allí una cátedra libre sobre Terapia de Crisis en un patio, invitado por los alumnos, Y de allí salen a hacer un trabajo práctico en Las Oyitas.
- A los chicos les dije “la facultad les enseña a masturbarse con los libros, yo quiero que podamos coger con la realidad”. Se morían de risa. –dice, y se muere de risa él-. Los muchachos están muy embalados, trabajan con las víctimas del paco en Once. Hacen una comunidad terapéutica con una olla: consiguen la comida entre todos y cocinan con leña fideos con salsa provenzal. Y después se ponen a conversar. En la puta vida la facultad organiza esas cosas. Les sale mejor organizar congresos lacanianos.
Pese a su escasa difusión, la idea de comunidad terapéutica dista mucho de ser una reivindicación marciana. Hubo varias experiencias y los 25 años de Cooperanza son un buen ejemplo de su viabilidad. Pero todo eso no es nuevo, en nuestro país ya lo hizo Ricardo Grimson, con el Centro Piloto en Lomas de Zamora, o el doctor Raúl Camino, en Federal, Entre Ríos donde llevaron 600 psicóticos crónicos, hombres y mujeres y en dos años salieron la mitad. “Una eficacia terapéutica de la puta madre”, sentencia Moffatt.
-Imaginemos un manicomio ideal. ¿Sería un no manicomio? ¿No deberían existir?
-Si, deben existir –dice Moffatt- pero es la misma diferencia entre una dictadura y una democracia. El manicomio es hoy un depósito con características similares a la ESMA. Ya no les dan electroshock, no lo necesitan. Los torturan con el abandono y la farmacología. Nuestra propuesta es un hospital organizado como comunidad terapéutica.
-¿Cómo sería?
-La autoridad es la asamblea de enfermeros, médicos y pacientes. Y todos a laburar, porque eso saca la mierda afuera. .Hay que organizarse en cooperativas de trabajo y hay que hacer fiestas, Y otra cosa que hay que hacer es que estén todos juntos, mujeres y varones. Pueden coger, pero tienen que estar enamorados. La asamblea va a decir si tienen un proyecto o están delirando.
-Y si los resultados son tan evidentes, ¿por qué no se adoptó eso como política o por qué no hubo más experiencias similares?
-Ajajá- Se ríe otra vez, pero con una risa que no es carcajada, sino la impiadosa risa de quien se sabe poseedor de la mala nueva
-Porque el hombre es malo.
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